jueves, 31 de julio de 2008

POBRE CUCO III

EL ACORDEON DE HURACANES

NUEVE
La naturaleza del medio que me trajo no me importaba, tampoco podía conocerla.
Las certezas se diluían en un destartalado autobús en el que comencé a cruzar el desierto.
Más tarde sólo tenues imágenes que como burbujas explotaban luego de vivir unos segundos.
Decidí evitar las moscas de Paul.
Allí no había vida, nada más que la estela de mi paso desapareciendo lentamente, el fantasma que me guiaba y yo, este ser inerte.
Llegué, luego dirían que volando, por la alquimia de un chaman, o como se insinúan las cosas, simplemente cuando suceden.

OCHO
Estaba allí, frente al vacío de una calle que alegraría a John Wayne, insidiosamente oculta por cortinas de polvo.
Fue entonces, antes de moverme, antes de pisar el marrón desolación del pueblo, que mi conciencia se elevó y desde una estúpida nubecita pude ver ese cuerpo que era mío, camuflado con tierra, la cabeza cubierta con un ridículo sombrero australiano, la vista ciega tras unos anteojos violetas, la lengua transitando infructuosamente los labios agrietados por besar al desierto, unas bermudas y unos toscos zapatones, dejando al desnudo el barro de las piernas con los millones de pelos asfixiándose en búsqueda de estímulo.
Desde arriba lo ví: atravesar las barreras arremolinadas en suspensión,
sospechar ese mundo de madera vieja y resquebrajada, levantar la cabeza hacia el gigantesco y chirriante cartel que decía Caxandria.

SIETE
Entró al Museo del Agua y fue lluvia sobre ríos, lagos, mares y océanos; se internó en el líquido y supo lo que era nacer. Fue nieve y el resfrío fue la esencia en las tardes en que se camina sin nadie, sin rumbo, esperando no sé qué, esperando siempre.
Después el iceberg le mostró el abandono, la azul indiferencia, para luego burbujear en el índigo vapor de sentir que a veces no se está solo.
Contempló la impotencia de las mareas frente al movimiento irrefrenable, abrazó la arena y gustó la sal.
Observó en desbordantes esferas acuáticas la informe maleabilidad del pragmatismo total.

SEIS
Desde la insipidez el cuerpo salió.
Mojado, desnudo, perfecto como jamás fue, como sólo en ese instante lo permitía Caxandria.
Oyendo repiqueteos frívolos se aventuró al Museo de Campanas, al dorado, cobre, plata y cristal.
Vio cuerpos marchitos, aplastados por campanas de servidumbre.
Sintió el muestrario de llamados y avisos, la pléyade de sonidos anunciando nacimientos, enlaces y funerales.
Se oían tañidos mágicos, bálsamos.
Opio y monjes de todas clases, enormes y pequeños, terribles y sagrados; forjaban campanas más allá de los ojos, más allá de lo que quizás nadie puede ver.
El cuerpo pudo bajar los párpados y seguir al tormento vibrante del gran cencerro de los tiempos muertos, perdidos, de las ocasiones que no fueron.
Los estadios perseguidos sin hallar, soñados sin hacer.

CINCO
Intentamos, la forma y yo, sin logro alguno, entender algo del Museo de Especies Naturales.
Pudo espiar entre las grietas de las maderas y sus uniones defectuosas el Museo de la Magia, custodiado por formas y ruidos sin lectura posible con los sentidos y signos que me fueron conferidos.
Intransferibles con las palabras que comunican estas letras.
No consiguió ingresar al Museo de Torturas, cerrado por perennes reformas.
Deseché el Museo del Olvido, no averigüé si hubiese podido franquear su entrada, si hubiese podido abandonarlo.

CUATRO
Las alas se hicieron una necesidad impostergable para adentrarse al Museo del Viento y fue aire, soplido, pájaro, insecto y dragón.
Halló tiempos, hojas, lluvia, tormenta y ciclón.
Encontró ángeles y bestias desplegando andamios plumíferos; procedentes de una cantidad de mundos.
Entonces fue que empecé a creer que la libertad no era un don que los dioses hubieran pensado para los hombres.
Y con los focos empecinados penetró al horror de los jirones de los vientos de guerra, al vuelo rasante de la rapiña y a los tifones-engendros de injusticia, inclaudicable en incontables planetas.
Quiso escapar volando, abrir enorme las alas y ya no pudo, no las tenía, había sido arrastrado fuera del lugar.
Empezó a sentir calor y cómo se deshacían sus lágrimas.

TRES
Estaba en el Museo del Fuego, al calor crepitante en las miserias y encantador en las pasiones.
Se asiló en la necesidad de quemarse, de tensar las fibras del ser vivo que aleteaba en mis recuerdos. De entregar el fuego y compartirlo, de unirse en las llamas para huir.
Fue madera y tea, madera y tea hasta no resistirlo y debió hallar fuerzas insospechadas para erguirse entre las propias homeomerías convertidas en desechos.

DOS
Planeando aturdido, tratando de no saber, pero con la ciencia incrustada en la carne del cuerpo ausente aterrizó en el Museo de Cera.
Se encontró una y otra vez, todas las veces. Se encontró con cada momento.
Vio muchas caras y cuerpos que habían pasado, que habían ocupado los días y de las cuales no conocía sus risas, sus motivos, sus ojos al creer.
En el magma perdonamos la existencia, a los que tocó y a quienes le tocaron, a los dioses y a sí mismo, las mil veces que necesité perdonarme a mí mismo.
En ese momento, a pesar de su poder, las estatuas empezaron a desvanecerse gota a gota, derritiéndose.
Yo esperé ver mi figura hecha cera líquida.

UNO

Otra vez el chirrido del gran cartel rezando Caxandria se instaló en su cabeza.
Otra vez fue polvo, sombrero australiano, lentes violetas y la búsqueda de estímulo.
La estúpida nubecita llovió sobre mi conciencia, el fantasma que me guiaba desapareció en el desierto con sus muertos, cargando un saco roto, del que no podían caer más que huesos, como un vestigio de lo que había sido.
Fue así como se hizo.
Algunos dirían que volando, otros, por la magia de un chaman, o simplemente porque le tocaba suceder.
Y uno sigue aquí, con la duda infinita y el deber de navegar entre huracanes.

CERO

Entonces recogió su piel y abandoné Caxandria.